Ser Padre

El mercado manipula los afectos y reduce los individuos singulares a una opacidad de funciones homogéneas que suele llamarse la clientela, esa masa que siempre tiene la razón, trasfigurada en masa de dinero, estadística y tendencia. Las federaciones de comerciantes promueven cada junio con más o menos éxito la celebración del padre para vender corbatas, pipas de brezo, discos teléfonos y un intrincado etcétera de cosas que incluye zapatos de entrecasa y sancochos de restaurante suburbano. Pero pasan por alto (la verdad sobra en la lógica de las registradoras) las dificultades en las relaciones que mantenemos con ese señor de voz ancha, enormes zapatos y grandes manos, desde el día de nacer hasta el de morirnos bajo de la apariencia de su rostro, a veces. No es raro que uno se asome al espejo para encontrarse con el cadáver de su padre.
La figura del padre nos acompaña incesante, fulgurante, fragante, viva, trasfigurándose. A veces es un remordimiento pastoso, a veces una tarde de ternuras de verano en un circo que regresa a la memoria con sus elefantes bailarines. Un drama del vivir es asistir a la degradación del padre, perdido su poder, anticipando en su decadencia la nuestra.
Es difícil ser padre. Pero solemos olvidar lo arduo que fue asumirse como hijo, como sujeción y resentimiento. La insistente presencia del padre es espinosa. Una relación feliz con el padre solo expresa, con frecuencia el fracaso de una formación. Necesitamos su resistencia para fortalecernos. El padre debe ser una puntada oscura en la trama del carácter. Que a veces salta en la inalienable intimidad de las pesadillas, o en las evocaciones involuntarias de esos recuerdos que se quieren porque no queda más remedio.
Los sicólogos de la infancia, desde el doctor Freud, señalaron la arcaica tarea de Edipo. La envidia del padre, los celos, el odio que se sublima en respeto. Adler recalcó lo que significa para un niño el trueno de ese hombre que lo traslada de lugar como si fuera una cosa y lo mira como Dios desde arriba mientras él gatea sobre una alfombra como un ácaro. Hay padres engorrosos, excesivos, sobreprotectores y rígidos. Y los hay que callan. Ausentes. Tuve un amigo tan triste que dejaba un rastro de ceniza. Una vez me confesó que no se acordaba de la voz de su padre, que sospechaba que su padre jamás lo había mirado. Pero cuando murió, a mi amigo se le reveló un abismo en ese hombre y comprendió que la indiferencia era debilidad y miedo legítimo. Otro, cuyo padre murió antes de que el fuera alumbrado, cuando se emborracha suele sacar del bolsillo del corazón una fotografía de un joven magro, de un espectro desvanecido en el rectángulo del tamaño de una carta de póker, bajo un sombrero, fumando.
Las desprestigiadas supersticiones del sicoanálisis guardan un halo poético. Esta ciencia del romanticismo ama las sombras de la intimidad que nos representan mejor que el rostro acostumbrado, los fantasmas que proyectamos y los sueños que nos deciden, desde los días de la horda cuando devorábamos al padre por piedad con su fatiga, o para conquistar nuestro derecho a las hembras. Pero el padre sigue actuante en las estructuras superyoicas de la personalidad, en la manera de sentarse, en un prejuicio invencible, en el tono de la voz. En la literatura la expresión extrema del escabroso contacto padre – hijo cuenta con el texto emblemático de la carta al padre, de Franz Kafka. Todas las familias son patéticas, aun las más apacibles. Nudos de cromosomas en oposición perpetua, que se quieren y necesitan y repelen. Un poeta dijo que nada es más abominable que tres generaciones bajo un mismo techo.
Una vez, obedeciendo al cuidado de la juventud que imperó en los años sesenta, cuando llegar a los treinta fue incluso una vergüenza, escribí un poema en el que comparé a los padres con los frutos podridos. Mi padre me escuchó cuando lo recité en un programa de televisión. Y supe que lloró. Yo no me había convertido en padre todavía.
Eduardo Escobar.

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