La ilusión de la juventud.
Hoy, amaneció
siendo diferente. Me desperté con varios propósitos, pero, particularmente al
llegar al colegio y ver al niño que me gustaba se me revolvieron las mariposas
en mi estómago y es que para transcurrir la década de los noventa (aunque ha
sido de siempre) los amores platónicos, siempre han sido un reto. A parte de
gustarme, era mi mejor amigo. Lo típico, realmente lo típico. Como no sentir
algo por aquel ser que ante mis ojos no solo era hermoso por fuera, si no que
tenía unos sentimientos realmente cálidos y me demostraba todos los días
confianza, respeto, cariño, demostraciones que, por supuesto yo no pedía, pero
que él quería brindarme por el simple hecho de ser su amiga. Aunque entender,
que me estaba enamorando no era tan clara, no era tan diciente, porque al
inicio el compartir situaciones particulares del día a día no nos relacionaba
más allá. Pero, cuando el tiempo pasa, cuando los días pasan y sigues
fortaleciendo aquellos lazos, es difícil no empezar a sentir emociones que
antes no sentías, es imposible no extrañar cuando antes no lo hacías, es
imposible no pensar en el próximo encuentro, cuando por supuesto antes no lo
hacías. Y aunque, ya era consciente de mi sentimiento, no era capaz realmente
de articular una palabra que me sacara a la luz, pero tenía miedo al mismo
tiempo. En efecto, sentía que todo podía cambiar y no como yo estaba esperando.
Como las mujeres, los hombres también tienen miedos. Y me daba miedo de su
reacción, entonces decidí tomar otra estrategia. ¿Qué tal si compartíamos otros
gustos? Un plan básico pero que pretendía podía funcionar desde lo fundamental.
Es así, como empezamos a ir a planes que fueran más allá del colegio y eso fue
escuchar música juntos, leer juntos, compartir onces, saber más de sus miedos,
que el de alguna manera supiera de los míos y reconfortarnos ante lo cotidiano.
De repente, sentí que no estaba dando el resultado que yo consideraba era el
adecuado. En ese momento se me ocurrió una idea, llegué a casa tomé mi máquina
de escribir y decidí hacer una historia, todos los días y de manera anónima le
hacía llegar un fragmento, que hablaba de todo y de nada a la vez, pero que
conociéndolo como consideraba conocerlo era algo que estimulaba su curiosidad y
alimentaba su imaginación. Y así lo hice por varios meses, a veces eran
frecuentes las cartas, otras pasaban semanas y volvía a retomar; siendo su
amiga él no me había contado nada, pero ahora no sabía si molestarme. Pensé que
no teníamos secretos, vaya manera de equivocarme. Hasta que el día llegó, me comentó
lo que le estaba pasando, por supuesto que con total asombro le decía que era
lo más emocionante que le podía pasar considerando lo que vivíamos todos los
días… De la escuela a la casa, de la casa a la escuela y él, aunque podía
coincidir no estaba muy seguro del todo, ya que la inquietud que creí crear era
exactamente lo que había imaginado. Tenía miedo de no saber quién podía
escribirle, porque sentía que todo el tiempo estaba siendo observado y wow, caí
en cuenta que posiblemente no estaba enamorada; si no totalmente obsesionada,
me dio miedo esa confesión. Tal vez, más del que él de seguro tenía. Porque
empecé a reflexionar sobre aquello, y pensé en cómo se estaban desarrollando
las cosas, y definitivamente cada situación era más dantesca que la anterior,
sentí miedo de mí misma. Evidentemente no le haría daño, o de algún modo que
atentara contra su persona, pues el cariño que sentía era genuino, así se haya
desvirtuado por un sinfín de cosas. Además, no teníamos ni siquiera 15 años y
eran los noventa, desprovistos de nuevas tecnologías, pero con clamor de
experimentar cosas nuevas, cosas que nos invitaba ese nuevo mundo. Al caso, iba
a tener solo un asomo de valentía, era un día normal cuando salimos a receso,
lo invité a comer algo, exactamente recuerdo que siempre nuestras onces eran empanadas
con gaseosa y ese día no tenía por qué ser diferente, estábamos comiendo cuando
le solté la bomba, le conté que era yo quien le había estado escribiendo por
tantos meses, al inicio no me creyó por supuesto, se reía, ya luego su
expresión y su risa se convirtió en nerviosa. Él sabía que yo jamás mentía, me
miró con una cara lo suficientemente extraña para que supiera que sus ojos
destellaban terror. Realmente fueron nuestras últimas onces que compartimos.
Jamás, me volvió a hablar igual, me saludaba, pero puso una barrera forjada en
hierro, frío que me quemo por dentro algunas semanas y después de aceptarlo,
tanto como para él como para mí se nos convirtió paisaje. Y entendí que la vida
iba a estar llena de situaciones similares, no me he equivocado.
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