Cosas del destino.

 Era un hermoso día soleado, como ese día y los que habían sucedido antes de este, eran de alguna manera iguales, se mantenían en la rutina. Donde no hay respuesta a nada, y los peros son ignorados. Días extraños, días que duelen en la calma aparente. Tenía 12 años, un niño con sueños y expectativas al futuro, donde quería jugar a la cocina, pero también a la pelota. Estuve en el colegio el mayor tiempo de este día soleado, un poquito hastiado, pero tranquilo porque no había nada por ahora que interrumpiera mi deseo por llegar a casa, quería llegar lo más pronto posible… Tomar mi refresco favorito y simplemente dormir luego; hasta la tarde, hasta que me despertara pensando que había pasado un día completo. Era una sensación que disfrutaba siempre.

 Al salir, en la puerta del colegio me encontré con un amigo de la familia. Le lancé una mirada y una mueca (era mi manera de saludar ciertamente), él solo atinó a decirme: ¿Te enteraste? Yo, sin abandonar la mueca dije no. Ah sí, el señor con quién te la pasabas falleció. Quedé nadando en incertidumbre, mirándolo fijamente aún con la sonrisa sin sentido en el rostro, ciertamente no entendía que me había dicho. Vamos a hacer un paréntesis y les contaré: Vivía con mis padres y mis 5 hermanos, tenía dos mayores y dos menores; los dos mayores ya tenían su vida aparte y los dos menores parecían gemelos, estaban todo el tiempo juntos, y yo, pues nada, era el de la “mitad” siempre estaba solo, me gustaban cosas que a ellos no. Como escuchar el sonido que produce un día tranquilo, o mantener la calma cuando todo era caos, nunca discutir, impregnarme de silencio. De mi familia siempre recibí críticas, eso era normal en mi cotidianidad. Mis padres, estaban trabajando siempre, nunca nos prestaban atención, en últimas tampoco lo pedíamos, creo que ya no nos importaba. Hace, como 1 año en lugar de dormir salí decidido a recorrer el barrio, todo estaba tranquilo; tal cual como me gustaba y me tropecé con mi vecino Rubén, era un viudo ya pensionado que vivía solo. Ese día solamente nos tropezamos y de un simple saludo no pasó. A la semana siguiente tal vez se me notaba un poquito más que tenía enredada la cabeza y él fue quién me saludo y me invitó a tomar un té, porque el café al parecer altera a la juventud (para ser tan inteligente era una teoría francamente irrisoria), igual la veneración que sentía por él jamás me permitió lanzar un comentario inapropiado que pudiera reflejar una falta de respeto. Nunca estuvimos familiarizados con ello, solo con la falta de atención. Ja, como son las cosas. Lo cierto es, que me hice muy amigo de don Rubén, un señor enigmático; de múltiples historias por contar, de diversas tazas de té amenizadas por la complicidad de conocer un mundo que para mí no era tan notorio. Con una biblioteca increíble, un señor que me incluía en sus onces diarias. Si algo sabía hacer era comer cosas sabrosas, para alguien como yo es tentador y salvador. Con el pasar del tiempo era inevitable que mis padres no se enteraran, pero para mí sorpresa no se molestaron, por el contrario, sentían gusto que compartiera con él, ya que al parecer lo conocían hacía mucho tiempo y le tenían un aprecio genuino. Creo que me desvíe un poco, retomemos... Llegué a casa con la noticia esa ridícula que algo le había pasado a don Rubén, quería ir primero donde él y cerciorarme que todo estaba bien, pero sabía que él solía tomar una siesta y preferí ir directo a casa, refrescarme y luego salir (como ya se había hecho habitual). Ese día, como jamás pasaba mi mamá estaba en casa… Esperándome. Su mirada, aún recuerdo su mirada, fue una mezcla de pesar, de un amor que no reconocía en ella, solo hasta ese momento entendí que efectivamente algo muy grave había pasado. Sentí, como mi corazón se fracturó, sentí como mi cuerpo y mis acciones parecían las de otra persona, una persona que no reconocía. A los niños, nunca nos preparan para la muerte, y menos de alguien a quién tenemos incrustado en el alma. Pero, entendí el sentido de la pérdida, lloré como jamás lo he vuelto a hacer… Lloré, como si en cada lágrima pudiera darle un minuto de vida a don Rubén. La sensación de lo irreparable me taladro la vida y me marcó para siempre, hoy 40 años después tengo la sensación marcada en mis recuerdos. Gracias don Rubén.

 


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